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domingo, 7 de mayo de 2017

Siempre va a morir al surco de mi sonrisa

—Toma! Para que vayas a la corredera y te compres algo en Carlitos...
Mi abuelo Valentín.

—Vamos a por moras, y en lo que te saco el bocadillo me cantas esa canción tan bonita...
Mi abuelo Patricio.

—¿A la brisca o al dominó?
Mi abuela Esperanza.

— Tienes aquí otra manta, dame un beso. Buenas noches.
Mi abuela Concha, ahora mismo.

Todos sabemos lo que realmente son. La Wikipedia se queda corta en definición. No lo he buscado, pero seguro. Además, yo ya tengo la mía.

Huelen u olían a Varón dandy o a Heno de pravia.

"Los traficantes de propinas" los que te cantaban canciones serranas, los que se han callado las veces que la has liado con tu hermano, los que te dejaban dormirte en "su pescuezo", los que te daban las guindas que sobraban de adornar pastas, los que se reían de tus ocurrencias y se preocupaban si enfermabas.

Hoy estoy escuchando lo que siempre me dice mi abuela Concha, me lo se de pé a pá. Con su entonación y coletillas.

Y vuelvo a este pisito humilde y me invaden los recuerdos.

Los abuelos y abuelas, esos que te dan todo a cambio de nada.
Los que comen no muy allá pero a ti siempre te ven delgada y te sobrealimentan y te arropan de más.

Los que ponen el grito en el cielo si te ven andar descalza.
Los cortos en los castigos, e inmensos con los mimos.

Cada vez que veo a una niña pequeña de la mano se su abuelo todo esto me pasa por la cabeza como uno de esos trenes en los que nos montábamos juntos, con vagones y vagones de recuerdos dulces como la crema con la que me rellenabas las bambas.

Ya un día, trabajando, volví a contemplar esta escena. A una niña le pareció muy bonito lo que le había dado su abuelo y miraba el regalo. Él la admiraba a ella porque era lo más bonito que un hijo o hija le podía haber regalado.
Me paré a hablar con ellos. Y me acerqué a la niña.

—Qué bien estás con el abuelo. Aprovecha siempre que estés con él porque son personas especiales.
La niña asintió. El abuelo sonrió.

Y yo me tuve que dar la vuelta porque volvía ese tren.

Creo que he dejado pasar mil trenes.
Pero no ese.
Creo que los dibujos que les hice, las flores que les llevé, las canciones que les canté los achuchones que les di o las trastadas que les hice, las aprovecharon.

Y yo me quedé con el buen recuerdo, la morriña, lo que aprendí y una de las mejores partes de mi infancia.
Ahora algunos no están físicamente. Y siempre preferí darles las flores en mano acompañadas de una sonrisa.
Y aquí estoy "requetecenada" y tapada hasta las orejas.

Siempre estaré agradecida de poder haberles tenido. Y claro también siempre se puede resbalar una lagrimilla de melancolía al recordarles. Lo especial y bonito de ella es que nunca llega a la barbilla. Siempre va a morir al surco de mi sonrisa.

domingo, 20 de noviembre de 2016

LA MAGIA DEL HORNO, MI PADRE FUE EL MAGO

El lugar donde me he criado, allí donde se envuelven esas tartas de manzana, esos pasteles de crema...
La Pastelería Yagüe.

Mi casa, mi casa que es la de mis hermanos, la de mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, etc) Nuestra casa no sólo es el piso donde dormimos.
 Nuestra casa es la tienda, es el obrador.
Todos nos hemos empachado pasándonos de comer dulces, todos nos hemos pringado hemos corrido, gritado y quemado con el horno.

Imagino a cada uno de mis antepasados advirtiendo a su hijo o hija de que tuviera cuidado con el horno. A nosotros nos ha pasado desde pequeños y ha sido así en diferentes épocas:

¡Cuidado que te quemas, trasto!

Pero un día metí la mano y no me quemé.

Entre estas paredes hemos vivido momentos agotadores y momentos preciosos como el que os voy a contar en estas líneas.

Era época de roscones donde en nuestra casa formamos una cadena perfectamente planificada entre todos.

Mi padre hace la forma y esconde las sorpresas en el interior. Mi hermano prepara la masa, el resto los decoramos con guindas azúcar y frutas y mi madre los mete al horno.

Era pequeña cuando todo sucedió, tendría 5 o 6 años, como nunca he sido una niña muy parada andaba investigando. Así, descubrí bajo la entrada caliente del horno algo que me había pasado inadvertido, abrí esa especie de armario metálico que forma parte del mismo horno pero no daba calor.

-¿Papá qué es este armario?
- Ahí es donde se meten los roscones, y así crecen.

A mí esto me pareció algo alucinante así que se me vino una idea.

En un momento que nadie me veía, cogí 100 pesetas que mi abuelo Valentín, o quien fuera me dió, y metí la moneda dentro.
Si los roscones aumentaban de tamaño... esta cantidad de dinero también tenía que incrementar su valor.

Aquella noche estuve dando vueltas, deseando bajar al obrador para desayunar mi suizo y ver qué había ocurrido en "la incubadora del horno".

Bajé.
Les di los buenos días y fui directa al sitio mágico.
Abrí y lo que vi me dejó fascinada.

¡¡¡Había 500 pelas!!! ¡¡¡Y yo metí 100!!!

Se lo conté a mi padre y el sonreía.
Me imagino que me vería tan feliz,tan inocente, tan sorprendida...

Ahora me imagino su vivencia.
Parece que le veo meterse ese madrugón horrible que lleva metiéndose año tras año, día tras día.
Me le imagino abriendo esa puerta. Quizá mi moneda cayó y sonó. Y él se extrañaría.

Me imagino su cara al ver la moneda. Imagino que se reiría y estoy segura de que se conmovió.
Así visualizándome a mí, metiendo la moneda, echaría su mano al bolsillo para meter la suya.

Es uno de los mejores recuerdos de mi vida.
Y todas las Navidades mientras nos juntamos todos en esa cadena él lo cuenta.
Yo le digo que se repite...
Ojalá se repitiera.
No creo que sea casualidad, que en la inmensa mayoría de mis mejores recuerdos, el siempre tenga algo que ver.
No creo que la Navidad sea magia,
pero hay personas que son capaces de crearla.

Esta entrada va por él no es porque sea mi padre es porque siempre ha luchado por nosotros, era un mago sin capa y para mí no hay hombre en la tierra que se le pueda parecer.

Que sean eternos los años juntos en esa mesa ayudando.
Aunque suela llegar tarde.
Aunque cueste el madrugón.